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Vete al infierno

  • Foto del escritor: Bitágora
    Bitágora
  • 28 jun 2020
  • 3 Min. de lectura

[...] y cómo olvidar, también, las del diálogo final de la obra teatral de Sartre A Puerta Cerrada: “el infierno son los otros”. Por lo cual consideré que se me ha enviado al infierno, mas no se sabe que yo ya estoy en él.

Sobre el infierno, la Academia regala poco más de diez definiciones, las cuales invito a leer, la mayoría cabales a la religión cristiana y la menor parte con mucha más generalización. Contaré, pues, que para prestarle mayor atención a este tema requerí de una de esas conversaciones las cuales no conocen el final por necedad de los contertulios. Se me ha enviado al infierno y le pregunté a Elina cuán malo resulta y qué tanta maldad se puede desear; mi madre, desinteresada por la conversación y más concentrada en la pregunta, considera que el infierno son los desgracias que nos ocurren, los malos momentos, los desasosiegos y las preocupaciones, y, por otro lado, la gloria -dice ella- son los momentos de felicidad y armonía que ocurren con menor frecuencia. Esta hipótesis que, a mi parecer, es aceptable, todavía deja un hueco que debida causa de mi exigüidad soy incapaz de llenar: ¿qué son los momentos que no son ni complicados ni resueltos? ¿Qué son esos momentos que simplemente son?

Resulta interesante que la mayoría de las religiones difieran en las características del infierno y qué ofrece cada cual. Para el judaísmo, por ejemplo, el infierno, más que un contexto, sugiere un estado, un estado necesario para la purificación y el ascenso; el islam, en cambio, sí explicita un lugar en el cual las almas sufren: el Yahannam, infierno que castiga a los desinteresados de Alá y no necesariamente a los que no son grandes en bondad y nobleza; con una ligera similitud se sitúa el infierno del cristianismo, ese infierno que Dante embelleció con su comedia, este también supone un específico lugar en los reinos de abajo, aunque con la pequeña diferencia de que aquí el condenado sigue este camino por desobedecer los mandatos que le han sido impuestos, basta un solo pecado y las pocas ganas de arrepentimiento. De esta manera, y con los divergentes significados que se le han dado al infierno, resulta inconcebible imaginar un infierno como tal.

En suma, el infierno es un lugar y al mismo tiempo puede no ser un lugar; es un castigo a la vez que una purificación del ser. Claro está que existe, desde luego, un determinado porcentaje de los ciudadanos que profieren que el infierno es un dogma de fe, que existe por creencias y nada más -ni siquiera se interesan en darle un significado-.

Considerando que no existe una definición objetiva de infierno, resulta interesante que, en la vida cotidiana, maldecir se haya convertido en un acto que se ha normalizado, ya sea por un mal momento, una situación ofuscadora o simplemente una broma. “Vete al infierno” se me dijo, dicha expresión me hizo dudar de la percepción que cada cual posee de su infierno; yo, por mi parte, recordé las palabras mayores de Schopenhauer: “Grita la gente por la condición melancólica y desconsolada de mi filosofía. Pero eso se debe meramente a que yo, en vez de fabular un infierno futuro, como equivalente de los pecados de la gente, he mostrado que ya hay algo de infernal allí donde está el pecado: en el mundo” y cómo olvidar, también, las del diálogo final de la obra teatral de Sartre A Puerta Cerrada: “el infierno son los otros”. Por lo cual consideré que se me ha enviado al infierno, mas no se sabe que yo ya estoy en él.

El otro

 
 
 

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