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¡Que viva Andrés Caicedo!

  • Foto del escritor: Bitágora
    Bitágora
  • 7 mar 2021
  • 6 Min. de lectura

Andrés Caicedo fue una luminosidad potente pero fugaz, que trajo consigo el territorio oscuro que existe en todas partes, aunque hagamos caso omiso ante su presencia. Esta semana se cumplieron 44 años desde su fallecimiento, y más que lamentarme, yo celebro haberlo conocido, porque, así como Vive la música, también Vive Andrés Caicedo.

“Nacido en 1951 en Cali, dirigí varios grupos estudiantiles de teatro y de la Universidad del Valle con obras mías o de Pinter, Ionesco, José Triana, Edward Albee. He ganado premios de cuento en la U. del V., en el Búho, en el Externado de Colombia, en Caracas. He publicado narrativa en El Espectador, Occidente, El Pueblo, Imagen, Aquelarre, La palabra y el hombre, y hasta ahora solo un librito: El atravesado. Y escrito sobre cine en los tres diarios mencionados y en Hablemos de cine, Ojo al Cine y Gaceta. Edito y dirijo Ojo al cine y fui el fundador del Cine Club de Cali”, así se resumió Andrés Caicedo en una carta fechada el 06/10/1976. Pero él fue mucho más que aquellos breves datos que, a pesar de su nimiedad, ya denotan la versatilidad que poseyó a lo largo de su breve existencia.

Luis Andrés Caicedo Estela, conocido como Andrés Caicedo a secas, nació el 29 de septiembre de 1951. El caleño fue el menor de cuatro hermanos, y el único varón de los hijos concebidos por el matrimonio entre Nellie y Carlos Alberto. Creció entre juegos con los muchachos de su edad, descubrimientos de su realidad social (siempre fue un loco de muy buena familia) y ciertos conflictos hogareños que lo conducirían a desarrollar, con el tiempo, una perspectiva bastante crítica para consigo mismo. Su díscola personalidad, además, lo mantuvo entre querellas y desafíos para con las autoridades que lo rodeaban: padre, profesores, etc. Pasados estos primeros peldaños de la juventud, en los cuales las creaciones literarias -primordialmente la de relatos cortos y obras de teatro-, el cine y la música no se ausentaron, aunque verían luego su real magnitud dentro de la vida del susodicho.

Las iniciales aproximaciones entre Andrés Caicedo y la escritura datan de su niñez, cuando un pequeño escrito titulado El Ideal fue presentado por él mismo ante su padre. Andrés, por su parte, disfrutaba leyendo a todo tipo de autores, desde estadounidenses como Edgar Allan Poe, HP Lovecraft, Flannery O’connor, hasta hispanohablantes de la talla de Camilo José Cela, Guillermo Cabrera Infante, Julio Cortázar o Mario Vargas Llosa, por citar solo algunos ejemplos. Su primera creación, un cuento corto de 1964, se titula Infección, inédito hasta hace pocos años. En total, su obra consta, por el momento, de 25 relatos, 3 novelas (La estatua del soldadito de plomo –1967, inédita-, ¡Que viva la música! -1977-, y Noche sin fortuna -1976, incompleta y publicada en 1984-), 10 guiones para cine o teatro, infinidad de críticas de cine, compiladas en el libro Ojo al cine, y su extraordinaria correspondencia (1970-1977). Prima en sus ficciones la óptica adolescente o juvenil, desde la cual explora, fundamentalmente en primera persona, los diversos avatares de las vidas de sus protagonistas, explicitando contrastes entre la burguesía a la cual pertenecía sin haberlo deseado y el proletariado, que tanto le atraía.

Otra pasión por la cual se desvivía (o seguía viviendo) fue el cine. Impresionado desde muy pequeño por lo que su hermana mayor contaba sobre las películas, Andrés vivió un idilio constante con los films, que conseguía de cualquier manera y al costo que sea. Dentro de sus cineastas predilectos se encontraban Francois Truffaut, Claude Chabrol, Sam Peckinpah, Luis Buñuel, Ingmar Bergman, entre otros. Fundó, como él mismo lo dice líneas atrás, el Cine Club de Cali junto con tres amigos coetáneos suyos, con quienes, además, fue configurando de a pocos una comunidad afianzada principalmente por el amor a la pantalla grande, sus historias y sus estrellas. Filmó, además, la adaptación de uno de sus relatos: Angelita y Miguel Ángel, de 1971, aunque el proyecto no se culminó por diferencias entre él y el otro director, Carlos Mayolo. También colaboró con críticas en diversos medios de comunicación y revistas especializadas, como la peruana Hablemos de cine, en cuyo registro se pueden encontrar sus escritos. Finalmente, y tras varios inconvenientes de tipo burocrático, financió y publicó la primera revista especializada sobre cine en la ciudad de Cali: Ojo al cine, con 5 únicas ediciones.

Sin embargo, quizá la pasión más controvertida dentro de su obra sea la ciudad misma, aquella que él apodó Calicalabozo. La llamaba Mi Macondo, haciendo referencia a otro escritor colombiano, y la odiaba tanto como la amaba (de ser posible esta paradoja por supuesto). En Piel de Verano, señala que “Cali es una ciudad que espera, pero no le abre las puertas a los desesperados”. Él, siendo uno de estos últimos, probablemente no encontró esa apertura dentro de su terruño, en donde siempre se sintió un extranjero, aunque sin serlo, claro está; es más, formó parte sustancial de su vida, por lo que alejarse de ella le parecía desastroso, la pasaba mal (desde Houston diría que Cali lo mantiene atado). La amaba tanto que es en ella donde transcurren sus personajes y sus historias, pero la odiaba más porque sus gentes superficiales le hacían daño. Mas, la amaba porque allí conoció el amor; aun así, la odiaba porque ese amor lo lastimaba en canti. Cali fue su purgatorio y su paraíso, su redención y su condena, fue el único lugar que le dio las condiciones necesarias para ser de sí mismo aquello que hoy recordamos.

Los conflictos para Caicedo existieron desde siempre: su niñez se vio gravemente afectada por las relaciones con sus dos hermanas mayores y su padre, por su tartamudez que lo acompañó siempre; su adolescencia, por los problemas dentro del colegio o con las mujeres; su primera adultez, por el abuso de sustancias y por el amor. Siendo un errabundo solitario, se movió por las calles de la capital del Valle del Cauca buscando siempre la renovación de una juventud que se le perdía de a pocos, que se le complicaba porque las rumbas terminan en algún momento y después solo quedan tardes de domingo, en las que la desesperación domina. “Ya no puedo con la vejez de mi adolescencia”, escribió en una carta de 1976, “(ni) con las exigencias que me hacen los malditos intelecetuales ni las que me hace mi alma educada según el cumplimiento del deber y el arrepentimiento”. Alejado de sí mismo y de la sociedad, Andrés se desorientó por lo insondable de su realidad.

El primer intento de suicidio se dio el 23 de mayo de 1976, cuando ingirió 25 Valium y se cortó las venas (al estilo Trenes Rigurosamente Vigilados, 1966); el segundo, solo tres días después, cuando tomó una dosis quintuplicada de las mismas pastillas. Tras no dar resultados, fue internado en una clínica de desintoxicación, de donde salió en aparente estabilidad y decidido a darle un nuevo rumbo a su existencia. Se juntó con Patricia Restrepo, editora de Ojo al cine, y vivieron intermitentemente una relación amorosa. Esto, lejos de amenizar su existencia, la exasperó, llevándolo a recaer en el uso de drogas y afectando completamente el desenvolvimiento de su naturaleza. “Nadie quiere a los niños envejecidos”, es una frase de la novela ¡Que viva la música!, y Andrés no se quiso a sí mismo llegando a la adultez. Por eso, el 4 de marzo de 1977 se suicidó a los 25 años –él creía que sobrepasar esta edad era un despropósito- tras beber 60 pastillas de secobarbital. Aquel día escribió dos cartas, una para el español Miguel Marías, crítico de cine con quien Andrés desarrolló una estrecha amistad a la distancia, y otra para Patricia, la cual culmina diciéndole “Ahora salgo a buscarte. Amor mío”.

Andrés Caicedo es al día de hoy considerado un escritor de culto, debido a su poca difusión (aún gran parte de su obra se mantiene inédita) y a la profunda extrañeza de su biografía. Es cierto que su existencia se mantuvo vapuleada por embates externos e internos, los cuales desembocaron en la desaparición temprana de una de las mentes artísticas más interesantes de la segunda mitad del siglo XX. Su obra, valiosa por su estilo, sencillez y originalidad, manifiesta los tormentos que acaecen en las sociedades, pero, sobre todo, las percepciones y sensaciones de un ser humano genuino, que vivió apasionadamente hasta donde el amor por este plano se lo permitió. Cuesta descubrirlo, empatizar con él, y saber que hoy en día podría encontrarse entre nosotros. Luego, caemos en cuenta de que una vida llena de sufrimiento quizá no ha de ser vivida, porque prolongarlo solo significa dañar lo poco de bueno que se conserva. Andrés Caicedo fue una luminosidad potente pero fugaz, que trajo consigo el territorio oscuro que existe en todas partes, aunque hagamos caso omiso ante su presencia. Esta semana se cumplieron 44 años desde su fallecimiento, y más que lamentarme, yo celebro haberlo conocido, porque, así como Vive la música, también Vive Andrés Caicedo.


“Si dejas obra, muere tranquilo, confiando en unos pocos buenos amigos”.

¡Que viva la música!- Andrés Caicedo


Camilo Dennis.

 
 
 

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