Perdona mis pecados
- Bitágora
- 17 ago 2020
- 4 Min. de lectura
Se evidencia, pues, lo determinante de las decisiones, mas, ¿qué ocurre con quienes sufren las consecuencias de estas? ¿Hay lugar para la redención o resulta innecesaria?

La vida puede definirse como una sucesión de decisiones- premeditadas o no- que convergen en un único destino: la muerte. Por lo tanto, señalar que somos, como seres humanos en sí, un cúmulo de estas no dista abismalmente de la realidad, incluso si se trata del ya señalado derrotero situado en las antípodas del nacimiento, pues, como en algún cuento digita Jorge Luis Borges, “toda muerte es un suicidio” (cabe guardar distancias entre los suicidios concebidos y los enmascarados, que suelen manifestarse a través de accidentes, enfermedades o simplemente exceso de tiempo en tierra). Así, concurrimos condicionados, o condicionándonos, al espectáculo de nuestras vidas, y cada vía tomada en demérito de otra eclipsa futuros posibles mientras inaugura uno que asimilamos como real. Azar, suerte, voluntad y demás determinan lo propicio del acto al traducirse en sentimientos; es decir, en caso de pesadumbre, fue un error, mientras que, en caso de dicha, un acierto (al menos en apariencia). Se evidencia, pues, lo determinante de las decisiones, mas, ¿qué ocurre con quienes sufren las consecuencias de estas? ¿Hay lugar para la redención o resulta innecesaria?
“Pero aquí empieza otra historia, la de la lenta renovación de un hombre, la de su regeneración progresiva, su paso gradual de un mundo a otro y su conocimiento escalonado de una realidad totalmente ignorada”; así finaliza la novela del escritor ruso Fiódor Dostoievski, Crimen y castigo (1866). Raskolnikov, el protagonista, sufre una agonía psicológica- su castigo- luego de cometer un asesinato múltiple. Finalmente, se entrega a las autoridades, y pasa a cumplir su pena. ¿Cuánto valor obtiene el haber confesado su crimen cuando los hechos anidan en su memoria y en su fuero interior? ¿No es, acaso, una tentativa meramente egoísta, un escape de la realidad y sus juicios morales? El autor nos indicia que, luego de haberse perpetrado el acto, el sujeto ha de pasar por una condena- psicológica y física- para restaurarse y reintegrarse a la sociedad. Esto supone un desprendimiento entre un momento y otro, pero, ¿acaso la vida no es una sola? ¿el tiempo pasado y sus estragos no se compenetran con el hombre y lo acosarán constantemente? La redención, en materias legales, está cumplida, pero, ¿lo está en materias reales?
Un caso distinto es el de Josef K., el centro de la novela inconclusa de Franz Kafka El proceso, publicada póstumamente en 1925. El personaje es sometido a un juicio sin razón aparente, absurdo, que en medio de un mundo carente de lógica termina por convencer o introducir al implicado dentro de la maraña judicial. ¿Cuál es el acto? ¿Cuál es la redención? Ninguno es el delito, y por ello no hay redención, pero sí condena. Se trata, entonces, de los desdichados por la vida, quienes conforman la miríada de personajes que no saben qué hicieron y se preguntan por qué merecen las consecuencias de, inexplicablemente, haber hecho nada. Errores en el sistema, grietas en el concreto o simplemente eventualidades fortuitas determinan la existencia de quienes, como Josef K., sufren ser ellos mismos.
“Todos necesitamos recuerdos para saber quiénes somos. Yo no soy diferente”, dice en su monólogo final Leonard, de la película Memento (2000), dirigida por Christopher Nolan. El protagonista, aquejado por una amnesia anterógrada- aquella que impide generar recuerdos a largo plazo- causada por un evento traumático, busca, a través de notas, tanto en papeles como en la piel, concretar una revancha personal. Sin embargo, la trama da un vuelco cuando se señala que los hechos del pasado no son tal cual los concibe Leonard, sino que este, sin notarlo, ha generado su padecimiento y su continua venganza, en otras palabras, su motivo de vivir. Las decisiones, asimismo, podrían no ser conscientes, y servir- ante la abismal realidad- como un aliciente capaz de evitar “la caída”.
Llegamos, por último, a quizá el caso más impactante: Juan Pablo Castel. Este es el protagonista de la primera de tres novelas publicadas por el escritor argentino Ernesto Sábato, titulada El túnel (1948). Se trata de un asesino, quien, deliberadamente, se ufana- el lector puede refutar esta observación- de su acto, pues, desde prisión, señala lo siguiente: “En lo que a mí se refiere, debo confesar que ahora lamento no haber aprovechado mejor el tiempo de mi libertad, liquidando a seis o siete tipos que conozco”. Un verdadero bribón y desadaptado, que no solo acepta las consecuencias de sus actos (haber acabado con la vida de María, el único ser humano capaz de comprenderlo), sino que se reprocha no haber trasgredido aún más las normas establecidas. La redención, para él, parece innecesaria, y está bien.
De lo anteriormente expuesto, tres ejemplos han sido extraídos netamente de la Literatura (Crimen y castigo, El proceso y El túnel) y uno del Cine (Memento)- aunque parcialmente literario, debido a que es una adaptación de un relato corto escrito por el hermano del director, Jonathan Nolan-. Estos, lejos de ahondar en la temática (la redención y la no redención de los actos), amplían el panorama y permiten el acceso de nuevas interrogantes. Del mismo modo, no representan la mayoría de situaciones, aunque, de manera general, pueden darnos una idea. Son, pues, las grandes empresas de la humanidad, como la Iglesia o el Estado, las que condicionan el delito, la plegaria y el perdón, mientras que los individuos se someten a ellas, algunos porque lo quieren, otros porque no lo saben. Yo me pregunto, ¿realmente merecemos el perdón? ¿Es necesario teniendo en cuenta el transcurrir incesante del tiempo? El lector responde.
Camilo Dennis
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