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La Haine o cómo el edificio se destruye constantemente

  • Foto del escritor: Bitágora
    Bitágora
  • 4 ene 2021
  • 3 Min. de lectura

Así funciona la sociedad, pues, mientras no se toque el piso, mientras no exista un golpe que ponga en juego la suerte de nuestros intereses, todo va bien.

Mayo es un mes cualquiera (al igual que los once restantes), pero en 1968 no lo fue. Francia, principalmente en París, es donde se formó uno de los movimientos sociales más intensos y extendidos de la historia. Movidos por estudiantes que, en contra de lo establecido y las redes del sistema, tomaron las calles y protestaron, la sociedad francesa cayó en cuenta de que se encontraba minada por un profundo contraste entre la realidad y el glamour ostentado. No obstante, lejos de cambiar a partir de entonces, los conflictos de identidad continuaron acaeciendo, cimentándose y reproduciéndose entre las masas de una población posiblemente trastocada. En abril del 1993, casi 25 años después de las protestas, un adolescente de 17 años fue asesinado en una comisaría, lo que produjo una consternación generalizada y activó la curiosidad de Mathieu Kassovitz, joven cineasta que, con base en estos hechos y los constantes enfrentamientos entre la población en movimiento y las fuerzas del orden francesas, dirigió La Haine (“El odio”), película que pretende inmiscuirse en las profundidades del pesar que asedia a la humanidad en cualquier época, pero bajo las formas de la nuestra.

Vincent Cassel, Hubert Koundé y Saïd Taghmaoui son tres jóvenes de los suburbios parisinos, dedicados, cada uno, a diversas labores, aunque unidos por los lazos de la amistad. No son, además, jóvenes comunes, sino que están marcados especialmente por sus rasgos y orígenes: el primero, es un judío; el segundo, un afro-europeo; el tercero, un árabe. Se manifiesta, de este modo, la diversidad de gentes que alberga La Ciudad Luz. El film muestra un día completo de estos, quienes parecen haber participado el anterior en las protestas, de las cuales uno de sus amigos había resultado lastimado y en estado de coma tras ser golpeado brutalmente por la policía. Este panorama, y el que Vincent haya encontrado una pistola de algún policía confundido, lleva a la formulación de un dilema, el cual sugiere la interrogante de si los civiles pueden tomar la justicia por sí mismos debido a que los responsables de velarla son, justamente, quienes la transgreden. No se sienten protegidos; entonces, deben buscar la manera de blindarse o contraatacar.

Las personalidades de los protagonistas son variadas, y cada una representa una característica del comportamiento humano. Vincent, el poseedor del arma, simboliza el odio; Hubert, quien contraría a Vincent y confía en la existencia de policías buenos, a la razón; y Saïd, quien deambula entre ambos bandos y parece no comprender muy bien lo que ocurre, a la inocencia, a la cual no se pierde inclusive en las antípodas de la cordura. La pistola transita durante la mañana, tarde, noche y madrugada de los tres sin ser usada, sin disparar un proyectil a un policía ni a otro nocivo ente de la civilización. El tiempo, que pasa y no se detiene, parece desperdiciarse, pero es así como debemos entender la vida de estos seres, quienes encuentran el albergue que se ausenta en las calles, las peleas, los insultos y el odio, mas, ¿son realmente los victimarios del mundo urbano? El amigo en común, instalado en el hospital, fallece más tarde, y Vincent no toma venganza, parece, de cierta manera, haber escuchado a la razón, aunque a la postre no haya sido tan acertado.

La cinta inicia y culmina con un relato sobre un hombre que cae, que cae desde un edificio de cincuenta pisos, y que, a medida que vuela hacia abajo, para encontrar calma, se va diciendo que “hasta ahora todo va bien”; por ende, lo importante no es la caída, sino el aterrizaje, el paroxismo o el epicentro del fenómeno. Así funciona la sociedad, pues, mientras no se toque el piso, mientras no exista un golpe que ponga en juego la suerte de nuestros intereses, todo va bien. Algunos, los de más arriba, aún se encuentran por el piso cuarenta, pero existen quienes nacen en el quinto, cuarto o tercer piso, de manera que ni bien se enfrentan al mundo se impactan con el concreto, se lastiman y viven allí. Destruir el edificio es imposible, entonces, ¿qué debemos hacer? La respuesta no está clara y no lo estará; aun así, lo único realmente visible es que todos, absolutamente todos, caeremos en algún momento. Ahora, aprovechemos mientras todo esté bien.


Camilo Dennis

 
 
 

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