El profesor suplente al otro lado del desasosiego
- Bitágora
- 6 jun 2020
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 7 jun 2020
Lo verdaderamente importante es que necesitamos más visionarios e idealistas para dejar de pensar que la idea de vivir más tiempo es algo de pesimistas.

¿Qué tan desdichado puede llegar a ser un personaje descrito por la pluma de Ribeyro? Aníbal en “Espumante en el sótano”, Fernando Pasamano en “El banquete”, en “Los merengues”, Perico, de seguro que también Armando en “La solución” y así una extensa lista de figuras que no apetecen probar los infortunios de una vida insulsa, mas la mastican inexorablemente. La gran mayoría de estos se relatan como quien recibe, sin pedir, una grotesca bofetada de la existencia. Pero apreciamos también una dicotomía que se expone en creaciones que, a pesar de que cuenten con el desenlace terrible al que Ribeyro nos tiene acostumbrados, son determinados por sucesos disímiles.
“El profesor suplente” relata la historia de Matías, un vividor común de la clase media, cobrador y con una esposa, pero, cuanto menos, realizado en materias relacionadas al entendimiento. Matías recibe una noticia a la ligera: será profesor sustituto; canaliza la idea y la acepta animoso de aprovechar lo que esconde en sus haberes, viaja a los recónditos recuerdos de sus mejores lecturas para sustraer el conocimiento que brindará a sus futuros pupilos, se entrena y repite constantemente la lección cual libro que debe ser despolvado para ser leído luego de un largo tiempo. Llegado el día, se encuentra ante la puerta del colegio con diez minutos de anticipación, al meditarlo coincide consigo mismo en que lo mejor sería echar unos cuantos pasos más hacia la esquina, puesto que el adelanto no sería visto de la mejor manera. En los siguientes minutos se dispone a retornar, pero al volver se divisa entre los reflejos, trata de animarse gesticulando, se analiza detenidamente y cada vez más se nubla en el camino, al volverse a encontrar en la puerta observa desde la mirada hasta la vestimenta del portero, queda perplejo, evade la ruta y se encamina hacia la esquina siguiente; llega a casa a la hora esperada, todo está listo para recibirlo, profiere que le fue de maravilla, abraza a su esposa y rompe en llanto.
Se entiende la dicha de Matías como una carga más pesada de lo que está dispuesto a cargar o, tal vez, como un camino que no quiere recorrer sea porque el ser humano es un ser de costumbres o porque le teme a lo desconocido. Tal vez Matías combinó ideas y realizó un juicio de mente que le llevó a la conclusión de que, si bien es cierto, pertenecer a la clase media, luchar para llegar al fin de mes sin morirse de hambre, repetir el mismo plato tres veces al día y mantener la camisa con el mismo color para que no se note vieja son dolores que, como cada dolor, vienen acompañados de alegrías. Diríase que todos nosotros en algún punto de nuestra existencia somos Matías: para sentirnos reconfortados con la vida necesitamos llevarla a nuestro territorio y luchar en un frente el cual conocemos, pues alejarnos de lo concebible a diario representa un reto, un reto que en el mejor de los casos solo puede mermar la preocupación del largo proyecto de sobrevivir un día más para así respirar sosegados hasta la decrepitud. ¿Es posible entonces que todos los cuadros de la vida se conviertan con el tiempo en esos marcos que tiramos a la azotea para liberar espacio? Nos lanzamos a vivir con una difusa mezcolanza entre ser rutinarios e inconstantes para arrastrarnos día tras día entre aventuras y desventuras. Pero, a diferencia de Matías, se necesita ser algo jerárquicamente importante para mantener el mundo en equilibrio. Lo verdaderamente importante es que necesitamos más visionarios e idealistas para dejar de pensar que la idea de vivir más tiempo es algo de pesimistas.
El otro
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