Cuando un niño dice “dadá”
- Bitágora
- 27 sept 2020
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No es absurdo simplificar los hechos y rescatar un mensaje: el arte no siempre debe ser impoluto, como lo creen varios, sino que debe nacer de lo más profundo, en otras palabras, del niño que alberga cada uno de nosotros.

A inicios del siglo XX, la Primera Guerra Mundial causó infinidades de estragos principalmente en Europa, donde ingentes cantidades de ciudadanos buscaban refugio o se veían obligados a abandonar sus hogares por la violencia extendida. Al norte de Suiza, en Zúrich, muchos de ellos encontraron un espacio para transcurrir tranquilamente. En esta misma ciudad, hacia 1916 se fundó el cabaret Voltaire, lugar que albergaría el nacimiento de un movimiento artístico peculiar: el dadaísmo. Sus fundadores encontraron en “dadá”, término francés que utilizan los niños franceses para “caballo de madera”, la designación de sus creaciones y el significado del movimiento; esto es, el retorno al primitivismo, espontaneidad e inocencia infantil.
Desde la poesía, pasando por la escultura, hasta la pintura fueron inversiones de los dadaístas. El concepto, si es que se admite alguno, era revelarse ante el arte burgués, las viejas formas y lo establecido por la sociedad “de clase”. Naturalmente, la comprensión y coherencia de sus productos finales no fueron, ni son, de fácil acceso, puesto que la complejidad de estos transitaba por expresar lo genuinamente interno, aquello que solo un niño es capaz de manifestar. Así, Tristan Tzara, poeta rumano y máximo representante del dadaísmo, formuló un cuestionamiento no poco irónico a aquellos que se alarmaban por la abstracción de sus obras: “¿Verdad que no entienden lo que hacemos? Pues bien, queridos amigos, nosotros lo entendemos aún menos”. Huelsenbek, otro dadaísta, mencionó acerca del dadaísmo, además, que “con él (dadaísmo), una nueva realidad toma posesión de sus derechos. La vida se muestra como una mezcla simultánea de ruidos, colores y ritmos espirituales…”. No obstante, si necesario es remitirse al manifiesto por excelencia de este movimiento, Marcel Duchamp, artista francés, en 1917 “creó” la escultura Fountain: un urinario dispuesto al revés. Sin duda, había que alterarlo todo.
El dadaísmo, durante su explosión y auge, se expandió por los principales centros culturales del globo; saltó de Zúrich a Nueva York, París, Berlín, entre otros. Aparte de los dos personajes antes mencionados, se destacan dentro del dadaísmo figuras como Francis Picabia -un francés refugiado en Estados Unidos-, Kurt Schwitters -pintor alemán de grandiosa creatividad-, y Jean Arp -genial polímata del arte francés-. No obstante, uno se destaca no necesariamente por su influencia dentro del movimiento en sí, sino por lo que constituiría para el proceso histórico: Andre Breton. Él, junto con Louis Aragón, su compatriota y entrañable amigo, fundaron en París la revista Littérature, una constante representación del movimiento y cuya implicancia en el panorama artístico de la época supuso un boom. Entonces, parecía todo encaminado hacia la consagración de Tzara y los dadaístas, pero los conflictos entre ellos se fueron acrecentando, y Breton, cansado de sus “aspavientos nihilistas”, viró sus aspiraciones y partió hacia un destino que dio su paso inicial en 1924 con el Primer manifiesto surrealista. Habían concebido una nueva manera de expresarse, un vehículo para el cual los sueños fueron su combustible ideal. El surrealismo terminaría opacando a su predecesor y marcando época con grandes nombres como el propio Breton, Salvador Dalí, Paul Éluard, Luis Buñuel e inclusive César Moro, abandonado poeta peruano. Con esta llegada, el dadaísmo fue gradualmente abandonado. Probablemente, el querer perpetuar la niñez impidió la adultez artística de este movimiento transitorio.
Finalmente, vale la pena cuestionarse sobre la importancia del denominado dadaísmo para la historia del arte y de las sociedades actuales. No es absurdo simplificar los hechos y rescatar un mensaje: el arte no siempre debe ser impoluto, como lo creen varios, sino que debe nacer de lo más profundo, en otras palabras, del niño que alberga cada uno de nosotros. Ya sea un poema, un ensayo, una pintura o escultura, la obra ha de impregnarse de la naturaleza del autor y de sus sentimientos mejor guardados; de otra manera, ¿para qué se hace? No obstante, su incongruencia, sus marañas menos descifrables y sus inapropiadas maneras, el movimiento dadaísta es una respuesta hacia las reglas, hacia las maneras más castrenses en que se desenvuelven las sociedades y hacia los estratos que, por cuestiones de clase, se consideran más refinados o menos salvajes. El portavoz de la obra responde, y dice que no somos eso que fingimos, que somos animales con algo de conocimiento, pero que, en realidad, seguimos siendo niños, jugando con barro y revolcándonos en él.
Camilo Dennis
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