Conocido por conocer
- Bitágora
- 21 jun 2020
- 3 Min. de lectura
Existe, pues, un error inocente en este accionar: ser padre no significa dejar de ser persona. La infalibilidad es de los dioses, no de los humanos.

La celebración del Día del padre en nuestro país encuentra su origen, al igual que muchos países, pero no todos, en Estados Unidos, donde el ex presidente del gigante norteamericano, Lyndon B. Jhonson, en 1966, lo proclamó estableciendo como fecha cada tercer domingo de junio. Hoy ya es parte de nuestro calendario y de las conmemoraciones que consideramos importantes quizá porque nos permiten, dentro de algún hálito de hipocresía o falsa espontaneidad, expresar lo que sentimos con respecto a aquel ser que nos otorgó la vida. Heroico, antagónico o fantasmagórico, los padres representan más que una figura en la vida de sus hijos, y, estos, crecen percibiendo la realidad que ellos pueden darles; no obstante, es válido cuestionarnos, ¿qué tan real es esa imagen? ¿Cuánto conocemos verdaderamente a nuestros padres?
-A imagen y semejanza-
Al igual que todos, nuestros padres en algún momento fueron hijos; es decir, atravesaron diversas etapas hasta llegar al día del nacimiento de su primigenio, que es cuando se vuelven uno y lo otro. ¿Por qué travesías anduvieron ellos a lo largo de su vida? ¿Cuántas penas, angustias o dolores pudieron pasar? ¿No será que algunas similares a las nuestras? Pareciera que cuando adquirimos consciencia limitamos nuestra visión, que no vemos más allá del papel que desenvuelve, y, al igual que a su par femenino, lo elevamos o desestimamos por su actuación. Existe, pues, un error inocente en este accionar: ser padre no significa dejar de ser persona. La infalibilidad es de los dioses, no de los humanos. Por ende, es necesario en algún punto comprender la fragilidad de las decisiones, convicciones y demás, que, en el caso de ellos, siempre están a prueba en uno de los aprendizajes más constantes desde lo primigenio de nuestra especie.
-La vía de la amistad-
Recuerdo haber oído a Ernesto Sábato- escritor argentino-, en una entrevista de 1977, hablar sobre la imposibilidad acertada de no ser amigo del padre. ¿Por qué? Porque el padre para el hijo necesita ser superior, de modo que el menor encuentra de dónde apoyarse ante las eventualidades de la existencia. Yo estoy y, al mismo tiempo, no estoy de acuerdo con ello. Si bien el orden jerárquico no ha de romperse, al igual que el respeto, yo sí creo que en algún punto de la vida se puede lograr una amistad particular (sin desestimar la posición de uno y otro) con el padre. Una amistad que permita ahondar en los recovecos que antes no eran posibles, quitar el oficio de ser padre, así como la profesión o labor a la que se dedicó para sustentarnos económicamente, logrando, a la postre, entender a la persona que habita detrás, y, también, enseñarle a la persona que formó y deformó- ojalá sin quererlo- con los años.
-De tal palo, tal astilla-
Los parecidos con nuestros padres son varios, y van desde lo físico hasta lo sentimental. Existen expresiones, hábitos, respuestas e inclusive enfermedades que nos recuerdan de quién provenimos, que nos permiten esa alianza que es capaz de escaparse de la relación personal (¿no existen, acaso, quienes jamás conocieron a su progenitor, pero lo llevan en el rostro, en la caminada, en la sonrisa?). Con el paso de los años, vamos percibiendo lo idéntico; de repente, nos sorprendemos con una acción, y lo recordamos; de repente, con un mal hábito, y comprendemos que por más lejos que lleguemos a estar de ellos, siempre logrará unirnos algo: el cuerpo, la psique, o, en el mejor de los casos, un recuerdo de felicidad absoluta cuando, en medio de un mundo por explorar, resaltaba esa imagen (no necesariamente biológica) de quien parecía invencible y muy cercano, pero que, por suerte, no lo es.
Camilo Dennis
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