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Artaud, el orate por la sociedad

  • Foto del escritor: Bitágora
    Bitágora
  • 26 jul 2020
  • 4 Min. de lectura

¿Dónde habremos de situarnos si el mundo que habitamos ya no nos deja espacio? El vacío propio, oteado desde lo más alto, atemoriza e impide el salto, ya sea a la vida o a la muerte, y abre las puertas a lo que quizá muchos vivimos, aunque no notamos: el paso del tiempo sin mayor sufrimiento ni mayor goce.

¿Cuán condicionados por la sociedad nos desarrollamos? ¿Son los dictámenes de esta los que determinan el lugar que ocuparemos algún día y en la posteridad? ¿Las autoridades de la razón y de la sinrazón realmente poseen la verdad suficiente para atribuir desperfectos a las mentes que escapan, para bien o para mal, de la normalidad otorgada, tantas veces, por el azar? Antonin Artaud no responde a estas preguntas, pero las formula, indaga en ellas, y descubre el gusano dentro del corazón de la humanidad. Hay quienes jamás encajarán en el sistema, en el molde que trasmuta, diseña y dota de formas, pero que, a la postre, evita las manifestaciones más puras de la sustancia, es decir, del alma misma.

Antonin Marie Artaud, nació en Marsella, Francia, el cuatro de septiembre de 1886, y falleció el cuatro, pero de marzo, de 1948. Alma poética, luego decepcionado de esta, exploró diversas manifestaciones literarias, y, en cada una de ellas, se desarrolló gratificantemente a los ojos de sus lectores. Dentro de sus grandes obras, se encuentran El ombligo de los limbos (1925), Heliogábalo o el anarquista coronado (1935), El teatro y su doble (1938), Van Gogh, el suicidado por la sociedad (1947), Artaud, el momo (1947), entre otros. Estas magníficas piezas escritas apuntan a las interrogantes siempre, a la destrucción del paradigma ideal y de lo idílico. Antonin Artaud, destruye las construcciones que lo acechan, y construye los campos que, esperemos, lo hayan liberado.

Aislado nueve de sus últimos doce años los pasó en psiquiátricos, recibiendo terapias que no harían más que alterarlo, que seguir pronunciado y exacerbando el rechazo de Artaud por quienes lo acusaron de insano. “Siempre he preferido escuetamente existir”, dice Artaud en alguno de sus escritos que el lector de este artículo deberá descubrir (esa es su tarea). Yo me cuestiono: ¿qué habrá significado para Antonin la existencia? ¿Un tránsito fugaz por lo que no logró comprenderlo? Seguramente lo mismo que para su admirado pintor, Vincent Van Gogh, para quien los que lo señalaron como delirante, solo se manifestaron en contra de su genialidad, de su escape al infierno de los otros, de su búsqueda, posiblemente inconsciente, de anarquismo y revuelta.

A propósito del pintor señalado, Artaud esgrime lo siguiente: “…nadie se suicida solo. Jamás nadie estuvo solo al nacer. Y tampoco nadie está solo al morir”. Sin embargo, no se trata de una compañía física, que sirva de apoyo, de confort para el auto asesino que nada quiere saber más de la vida ni de las personas, sino de, efectivamente, la sociedad como influjo y propiciador del evento final. Lo gregario, así como une, también separa, excluye, y acusa: “ese tal es un demente”, “ese otro no razona”. Y estos, los apartados por profesionales de la salud, por profesionales de la moralidad y por los perfectos divisores, no encuentran mayor refugio. ¿Dónde habremos de situarnos si el mundo que habitamos ya no nos deja espacio? El vacío propio, oteado desde lo más alto, atemoriza e impide el salto, ya sea a la vida o a la muerte, y abre las puertas a lo que quizá muchos vivimos, aunque no notamos: el paso del tiempo sin mayor sufrimiento ni mayor goce. Una vida perfectamente desperdiciada.

Artaud enfrenta, encarnizadamente, a los grandes títulos del ayer. “Las obras maestras del pasado son buenas para el pasado: no son buenas para nosotros” (El teatro y su doble). Si no somos capaces de comprenderlas, ¿de qué han de servirnos? Si sus enseñanzas enraízan lo deleznable del hombre, ¿para qué rescatarlas? Si las grandes masas se confunden, ¿por qué continuar con el título de “grandes” cuando lo único grandioso es el presente mismo? Agrega, Artaud: “Y si, por ejemplo, en la actualidad el pueblo ya no comprende Edipo Rey, me atrevería a decir que la culpa es de Edipo Rey, y no del pueblo”. Si estas obras no responden a las necesidades del hoy, tal vez, y únicamente tal vez, sea también necesario comprender que cada quien, a su época, y las pasadas al recuerdo, al recurso, pero no a la magnificencia.

Personalmente, embebido aún por la lectura del genial dramaturgo (El teatro de la crueldad fácilmente marca un hito en la historia de la representación actoral), poeta, y ensayista, no me atrevería a juzgar sus pensamientos a cabalidad. Quitarle razón sería soslayar una realidad evidente: la sociedad también condena a sus desquiciados, y los vuelve prisioneros. Otorgarle la veracidad del asunto sería, más bien, ceder ante quien, probablemente, los embates de un transcurrir manchado nunca permitieron ver con total claridad la realidad. La tarea nuestra, como lectores y entes sociales es, pues, rescatar lo rescatable, desechar lo desechable e inyectar una duda constante sobre nosotros que nos diga y nos rediga: ¿realmente somos los cuerdos de esta realidad? Antonin señala: “Solo tengo una ocupación: rehacerme”. Nosotros, adoptemos esta postura, y reformulémonos.

Artaud fue diagnosticado con cáncer colorrectal, y falleció en el hogar que la sociedad (aunque tal vez él mismo) le dio: una clínica psiquiátrica. Sus últimas palabras escritas fueron, según el registro, las siguientes:

“… de seguir convirtiéndome en ese hechizado eterno, etc., etc.”


Camilo Dennis

 
 
 

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