Mi soledad alada
- Bitágora
- 6 jun 2020
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 7 jun 2020
Por mi parte, me limito a verme en el espejo del día a día, reconstruirme constantemente ante los desarmes que mi mente promociona, y saber que el momento en que se vean las banderas blancas llegará.

En la historia de la humanidad las enfermedades han sido una constante. Inmersos, pues, en las guerras que significan combatirlas, hemos perdido batallas, otras se han ganado, pero la gran mayoría terminaron con banderas blancas a la vista en ambos bandos. Hoy nos toca enfrentar a una nueva, evento en el cual cada uno de nosotros desempeña una labor individual y, en suma, colectiva para evitar que la catástrofe sea aun más trágica.
“¡Quédate en casa!” dicta el imperativo general. ¿Qué trae consigo este “mandato” tan controversial? Significa, en primer lugar, alejarnos de los otros, de la sociedad- y de todo lo que esta nos otorgaba- para pasar a permanecer dentro de la cantidad de paredes que nuestra economía o la de nuestros antepasados lo permita. Y, es justo este alejamiento, el que nos “condena” a la experiencia de la soledad, en la que dependemos de las armas que poseamos para no sucumbir ante los ataques que esta dispone.
“Saber mantener el equilibrio justo entre soledad y gente, esa es la clave, esa es la táctica, para no acabar en el manicomio”, escribe Charles Bukowski en “Un coño blanco”, relato perteneciente a Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones (1972), y nos induce directamente hacia un cuestionamiento clave: ¿Será que perderemos o ya hemos perdido el señalado equilibrio? Probablemente sí; sin embargo, la soledad no se trata simplemente de la ausencia de compañía, pues si esta no es grata, ¿de qué sirve? La soledad trasciende los conceptos y se acomoda en lo más recóndito del ser humano, a veces para no salir más y, otras tantas, para ser sacada no sin antes dejar rastros. Somos seres gregarios, y no debemos negarlo, pero no es una exageración considerar que este abrupto y obligado confinamiento puede percibirse como una oportunidad para apreciar el hoy, lo que las condiciones nos ofrecen y el redescubrimiento de uno mismo.
¿Qué queda por rescatar cuando no existe un prójimo? La soledad, acompañada de esta pausa que cuenta cifras, permite evaluar nuestras taras- en un trabajo de autocrítica que no debe caer en el juicio destructivo- y rescatar nuestras capacidades. Por otro lado, la soledad no es soledad si entendemos que, universalizando la frase de Walt Whitman, somos inmensos, que contenemos multitudes; así, somos uno y todos al mismo tiempo, por lo que hay que empezar a conocer lo que escondemos detrás de las máscaras que nos han ocultado los verdaderos rostros de nuestra persona.
El tiempo, a fin de cuentas, permite otear con mejores ojos los hechos del pasado. ¿Qué diremos más tarde de esta soledad en medio de la batalla común? Seguramente las respuestas se polarizarán y muchos argüirán cambios negativos, la contraparte optimista verá en este proceso un golpe necesario para la sociedad en decadencia. Por mi parte, me limito a verme en el espejo del día a día, reconstruirme constantemente ante los desarmes que mi mente promociona, y saber que el momento en que se vean las banderas blancas llegará; además, me permito recordar que existe una pantalla que se ve por dentro- en esto se resume la desaparición ajena para mí-, y, aunque pueda atemorizar o causar terror, no deja de ser maravillosa y llena de posibilidades exultantes.
Yo no sé de pájaros,
no conozco la historia del fuego.
Pero creo que mi soledad debería tener alas.
Alejandra Pizarnik- La carencia.
Camilo Dennis
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