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El Flaco de palabras mudas

  • Foto del escritor: Bitágora
    Bitágora
  • 6 dic 2020
  • 4 Min. de lectura

Seguramente, millares de colillas yacen desintegradas por los largos malecones miraflorinos, los parques de París, algunas calles ayacuchanas y demás parajes visitados por Julio Ramón Ribeyro, quien disfrutó y sufrió tanto del pitillo como de la literatura, es decir, de la vida misma.

Era tan delgado que, como en alguna de sus grandes obras mencionó el novelista peruano, parecía siempre de perfil. Con el paso del tiempo, adoptó un poblado bigote que probablemente haya ocultado la decrepitud de su rostro avejentado, y que combinó perfectamente con su cabello lacio, engominado y peinado hacia atrás. Ningún otro rasgo físico llamó la atención; por el contrario, parecía hecho para pasar desapercibido. Solo una luz captaba las miradas, que se dirigían a alguna de sus manos y observaban cómo el viajero cigarrillo se trasladaba hacia sus labios para ser consumido, para ser reemplazado luego por algún símil suyo. Seguramente, millares de colillas yacen desintegradas por los largos malecones miraflorinos, los parques de París, algunas calles ayacuchanas y demás parajes visitados por Julio Ramón Ribeyro, quien disfrutó y sufrió tanto del pitillo como de la literatura, es decir, de la vida misma. Ahora, a veintiséis años de su fallecimiento, resulta justo recordar al escritor que, con su prosa sencilla (no por ello poco profunda), le dio voz a quienes creían haberla perdido.

Marcado por la caída de la bolsa de valores estadounidense, el 1929 se recuerda como un año catastrófico por sus efectos inmediatos y a largo plazo; en Perú, más exactamente en Lima, y mucho más específicamente en Santa Beatriz, nacía Julio Ramón Ribeyro el último día de agosto en el seno de una familia medianamente acomodada. En otrora, el linaje de los Ribeyro había pertenecido a la aristocracia limeña, pero el tiempo, con sus artimañas, los fue apartando en el panorama social hasta ser, así denominada, una familia normal, sin necesidades y sin opulentas maneras. Desde pequeño, cuenta, fue notando su personalidad introspectiva, huraña y pesimista, que nutriría sus relatos absurdistas en lo sucesivo; no obstante, fue un niño feliz (¿acaso no todos lo son?), y disfrutó de la inocencia que esta etapa otorga jugando en las calles, en casa con su hermano o a solas con algunos libros clásicos que le despertaron una pasión inconmensurable por imaginar lo escrito. Lector voraz, aburrido por naturaleza, el joven Julio Ramón fue marcado por el fallecimiento de su padre, por la decadencia económica que este provocó, por seguir guardando las apariencias de una “familia respetable” cuando simple y llanamente estas no existen en la realidad.

Abogado solo de título, mas no de ejercicio, transitó entre distintas ciudades de Europa y Perú, país al que regresaba eventualmente quizá para no olvidarlo. Le pudo haber faltado, durante estos largos periodos, cualquier comodidad, pero encontró en el cigarrillo a un fiel, aunque dañino, acompañante. Fue de adolescente cuando inició en esta pericia cada vez menos común, cada vez más advertida, y, si bien la primera experiencia no concluyó satisfactoriamente, fue adquiriendo la costumbre hasta el punto de generar una suerte de dependencia escritor-pitillo, pues no podía escribir si no poseía un “fallo” entre los dedos. Ante la máquina de escribir o la computadora en sus últimos años, el aroma del tabaco y las cenizas condensaban el ambiente, propiciaban el libre albedrío de la imaginación del flaco que sumía en el papel las experiencias de una vida bohemia. La señalada adicción le causó, cuando los cuarenta años se asomaban, un cáncer al estómago que debió ser intervenido quirúrgicamente en reiteradas ocasiones y lo obligó a vivir en “los umbrales de la salud”. ¿Cuánto más viviría? Menos de cinco años según los médicos; según la vida, un par de décadas como mínimo. Ribeyro-cigarrillo, la relación, está contada y eternizada en un relato autobiográfico publicado en 1987: Solo para fumadores.

Por otro lado, su producción literaria publicada inició en 1949 con el cuento La vida gris, que discurre sobre Roberto, un ser humano mediocre con una vida “inútil, rotunda, implacablemente inútil”. Esa sería la tónica de sus demás ficciones: la mediocridad, las vidas grises, los olvidados de la sociedad y desechados por esta. De allí surgió el título La palabra del mudo, que reúne sus cuentos, que reúne una vida dedicada a escribirlos. Clásicos como Los gallinazos sin plumas (1955), Por las azoteas (1964), El polvo del saber y Alienación (1977), entre otros, están compilados en el extenso libro publicado por vez primera en 1974. Además, y a pesar de considerarse un cuentista neto, produjo novelas (Crónica de San Gabriel- 1960, Los geniecillos dominicales- 1965 y Cambio de guardia- 1976), Teatro (Santiago, el Pajarero- 1975, Atusparia- 1981), Ensayos (La caza sutil- 1975), Diarios (La tentación del fracaso- 1995) y escritura sin clasificación establecida (Prosas apátridas- 1975 y Dichos de Luder- 1989). El reconocimiento popular, no buscado directamente, llegó en 1994 con el premio internacional Juan Rulfo poco antes de su fallecimiento. Ribeyro se convirtió, así, en un perfecto personaje suyo: irónico, la gloria es alcanzada únicamente si la desgracia acaece a continuación.

El 4 de diciembre de 1994 falleció en Lima luego de que decidiese pasar sus últimos años en la ciudad que lo vio nacer, crecer y rememorarla desde donde sea que se haya encontrado. Ser humano sin epíteto, sería injusto calificarlo como escritor sin abundar en imprecisiones. Señalar que su vida fue, como su primer cuento publicado, gris, sería también errar, pues la felicidad o, en todo caso, la esperanza de esta, se evidencia en el registro. En definitiva, Julio Ramón Ribeyro fue sencillamente humano, con una capacidad singular para describir lo cotidiano y vislumbrar los fantasmas que, como él, siempre llevan una luz inclusive ínfima en las manos, labios o mirada. El flaco dotó de vida a los desgraciados por la sociedad, a los suicidados por esta, y ese es uno de sus grandes valores, pues eternizó sus existencias, que transitan por las calles y se destapan cuando sus palabras escritas son leídas; el flaco se dotó de vida a sí mismo, y nosotros lo recordaremos en alguna conversación en el parque, en un día de surf, en un té literario o en un domingo cualquiera como hoy.


“La única manera de continuar en vida es manteniendo templada la cuerda de nuestro espíritu, tenso el arco, apuntando hacia el futuro”

Julio Ramón Riberyo- Prosas apátridas (n° 200)


Camilo Dennis


 
 
 

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