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Bob, el viejo

  • 5 jul 2020
  • 3 Min. de lectura

En esta ocasión, a causa del onomástico 111 del uruguayo- porque los magníficos escritores no mueren, sino que se inmortalizan y perduran a través de sus creaciones-, me concedo la oportunidad de referirme a uno de sus relatos: “Bienvenido, Bob”, publicado en La Nación (1944).

Julio de 1909: a finales de mes, el 25, Louis Bieirot, aviador francés, fue el primer ser humano en cruzar un cuerpo de agua (el Canal de la Mancha) manejando un artefacto más pesado que el aire; a inicios, el primero, pero en la capital uruguaya, nació Juan Carlos Onetti, destinado a atravesar cuerpos de carne y hueso utilizando “únicamente” su capacidad artística y la palabra escrita. El autor de La vida breve (1950) experimentó, seguramente, grandes sucesos, tanto dentro de su mundo ficcional, como en el que el común de las gentes llama real. En esta ocasión, a causa del onomástico 111 del uruguayo- porque los magníficos escritores no mueren, sino que se inmortalizan y perduran a través de sus creaciones-, me concedo la oportunidad de referirme a uno de sus relatos: “Bienvenido, Bob”, publicado en La Nación (1944).

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El narrador, pretendiente de Inés, y Bob, hermano de la misma y muy parecido a ella, se envuelven en una tácita rencilla durante algunos meses debido al posible matrimonio. Pero cuando este se convierte en una obsesión para el narrador, Bob- joven, quien soñaba con ser algún día un arquitecto- decide enfrentar directamente al que osaba tomar lugar dentro de su familia. ¿Por qué no permite la unión? Porque, para Bob, el narrador es un viejo a pesar de no ser mucho mayor que él. Entonces, ¿qué significa la vejez? Significa estar aherrojado a las cosas, no poseer destino claro y envolver a los objetos y personas (en caso de que no hayan perdido todavía sus diferencias) en conceptos, así como entregarse a lo cotidiano y repetitivo. Por ello, no merece a Inés. Bob logra su objetivo, y el matrimonio no se concreta por su intromisión. Inés se marchó, pero el narrador no olvidó lo sucedido.

Tiempo después, el narrador se reencuentra con Bob, que ya no era él, sino Roberto. Este, distanciado de su antecesor, vive una vida entre tragos, posee un trabajo seguramente deplorable y un himeneo común. ¿Qué le pasó al joven que impidió un matrimonio por amor, celos o la unión de ambos? Es, pues, en este punto en el cual una suerte de aporía se manifiesta: Bob se había convertido en un viejo. Así, la venganza del narrador por la mala jugada del pasado se transforma en una “amistad” y solo se vive gozosa y enfurecida por dentro cada vez que otea la transformación ocurrida. “Bienvenido, Bob”, podría decir el narrador para sus adentros en cada ocasión que llegaba Roberto, el adulto. Sumido en la costumbre, el presunto futuro arquitecto, no pudo construir la ciudad que diseñó.

Es así, el destino no solo abandona elementos accesorios o fundamentales, sino, a veces, a la vida misma, de modo que nos aleja de aquello que pretendemos ser y nos condena, desdichadamente, a lo que en alguna ocasión rechazamos. Hay quienes nacen y deben morir en mocedades. A pesar de todo, Bob existe, al menos en algún pequeño gesto o mirada, que solo el narrador puede observar en el mismo café de siempre.

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En el mes de julio, casi diametralmente opuestos, se conmemoran dos eventos: primero, el que he referido al inicio y el motivo de lo escrito (1); segundo, el Día Internacional de la amistad (30). Me alegro por esta casualidad, porque Juan Carlos Onetti es para mí un gran amigo, complicado, pero muy capaz de proporcionarme confidencias, conocimientos y lealtad. Por ahora, nos reúne el primer acontecimiento, el más importante por supuesto, por lo que debemos festejar un año más con él explorando su legado, aunque físicamente nos haya dejado en mayo del 94.


Camilo Dennis

 
 
 

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